Gerónimo Roure: el cirujano que cuidó de la Vitoria del siglo XIX

Gerónimo Roure impulsó la vacunación general contra la viruela y evitó que la epidemia se cebara con Vitoria

Gerónimo Roure fue médico-cirujano mayor del Hospital Civil de Vitoria. Pero además fue miembro de la Junta de Sanidad, profesor de medicina, presidente del 'Ateneo Científico, literario y Artístico de Vitoria' y escritor de biografías y estudios médicos. Un infatigable investigador y una persona muy querida. Propuso cambios decisivos para el vecindario de Vitoria y salvó a muchos de la viruela y el cólera.

Dejó la pluma y acercó la vista a lo escrito, incómodo con la sensación de falta de visión. "Estoy mayor", se dijo Gerónimo. Pero enseguida comprobó que sus dificultades provenían en su mayor parte de la exigua luz de la habitación. Miró el reloj, naturalmente era mucho más tarde de lo que había supuesto. Afortunadamente ya había concluido el informe que redactaba diariamente sobre la evolución de los enfermos y las observaciones de las visitas que realizaba regularmente. Parecía que las horas se le habían escapado de entre los dedos. Se recostó intentando reconstruir su día.

La clase que había impartido de clínica quirúrgica había ido muy bien Los futuros médicos le habían escuchado con interés, deseosos de aprender nuevas prácticas más modernas y eficaces. Algunos acarreaban un ejemplar de su traducción del Tratado de Clínica Médica de Martinet, que él había ampliado considerablemente y se utilizaba como libro de texto.

Su disertación sobre el uso de la anestesia de amileno había sido la guinda. Probablemente enviaría un artículo sobre ello a la Revista El siglo Médico o a la Ibérica Médica o a la España Médica, en cualquiera de ellas recibían con agrado sus aportaciones. El estudio de casos concretos y estadísticas era una herramienta decisiva para comprender y mejorar la asistencia, su idea de recogerlos en los Anales del Hospital estaba resultando aún mejor de lo que esperaba.

Gerónimo Roure impulsó la campaña de vacunación contra la viruela, que permitió a Álava minimizar la epidemia de 1867

Eso le recordó que debía revisar el informe sobre las nuevas medidas higienistas que quería introducir en el hospital y plantear la creación del Centro de vacunaciones. Seguramente le apoyarían habida cuenta de lo exitosa que había sido la campaña de vacunación contra la viruela. Álava había sido una de las menos afectadas en la epidemia de 1867 gracias al esfuerzo realizado.

Es cierto, que ahora como entonces, la gente es reacia a dejarse inocular, quizás tuvieran que recurrir otra vez a premiar a los participantes. Estaba dispuesto a volver a poner dinero de su bolsillo para que la mayoría de la población estuviera protegida.

Sus pensamientos fueron decisivos para sanear las calles, derribar muros y cerrar pozos contaminados

No solo su dedicación y la decisión de premiar a los que aceptaran vacunarse habían sido decisivas en el control de la epidemia. Como en la de cólera de 1855, el riguroso estudio de los casos y procedimientos que realizó sirvieron para comprender y mejorar los tratamientos.

Se sanearon calles y viviendas, se derribaron muros, se cerraron pozos de aguas contaminadas y se purificaron otros, se vigiló la higiene de desagües y callejas, se propugnó una dieta más eficaz, se probaron nuevos métodos de tratamiento… Le apoyaron y le mostraron su agradecimiento, aunque para él la mayor recompensa fue frenar la enfermedad.

gerónimo roureTambién le apoyaron cuando regresó de visitar los Hospitales de París en 1864, cargado de material quirúrgico y nuevas ideas para mejorar la asistencia sanitaria contó con el apoyo de la Junta y la Corporación.

Unos años más tarde, en 1867, le comisionaron para visitar la Exposición Universal de París y tomar nota de adelantos e innovaciones aplicables en la ciudad y la provincia.

Fueron muchas las iniciativas que le permitieron llevar a buen puerto: la galería acristalada para que los enfermos pudieran disfrutar de los beneficios del sol a cubierto, la sala de maternidad, el nuevo sistema de ventilación, la mejora de la lavandería, las dietas apropiadas, el uso de la anestesia… Pero aún había muchas batallas que ganar, tantas cosas que mejorar, que investigar...

Antes de salir del Hospital Civil de Santiago volvió a visitar a uno de los recién operados: Juan, el arriero cuya fea rotura le preocupaba. La Cuesta del Resbaladero era tristemente famosa por los accidentes que en ella se producían, en este caso la rueda casi le había arrancado el brazo. Dibujó una sonrisa confiada, no quería que el enfermo participase de sus temores, había comprobado que el optimismo es una buena terapia. Era probable que perdiera el brazo, estaba dispuesto a pelear para que no fuera así. Si las cosas se torcían tendría que tomar una decisión de urgencia.

Se cruzó en uno de los pasillos con Prudencia: un 'mal matrimonio' le había llevado al Hospital. Los malos tratos habían hecho que perdiera su bebe y probablemente el juicio. Se resistía a enviarla al manicomio de Valladolid. Tenía la esperanza de que un trato amable y una buena alimentación restableciesen su cordura. Le alegró ver su mirada menos perdida, su voz más firme… tenía que conseguir mantenerla allí hasta que sanase y evitar que después volviera con su esposo, algo bastante difícil, quizás consiguiera ayuda por parte de la Junta...

Las llamas de las farolas titilaban sacudidas por un viento suave y los y las vitorianas se demoraban en las calles, agradeciendo el templado atardecer de primavera. Contestó a los saludos y educados comentarios de los paseantes y dueños de comercios en el momento del cierre y disfrutó del lento oscurecimiento del ruido y el ajetreo de la ciudad.

Al pasar por el edificio del Teatro volvió a su mente el momento en que fue elegido presidente del Ateneo Científico, Literario y Artístico de Vitoria. Un honor que no esperaba, pero que le llenó de dicha. Cierto es que no dudó en colaborar activamente con Pombo, Orodea y Vidal cuando propusieron su creación, y estaba dispuesto a trabajar por el brillo de la institución, pero aún le chispeaban los ojos al recordar semejante distinción.

El Ateneo impartía cursos y sesiones para ciudadanos de todas las clases sociales

Porque el Ateneo no era simplemente un club de caballeros interesados en la cultura, su fin era promover y propagar los estudios científicos y literarios y para ello se reunían regularmente, se impartían cursos, había sesiones abiertas para los ciudadanos de todas las clases sociales, se animaba a realizar estudios, declamaciones poéticas, conciertos y exposiciones, incluso se trataban temas que a las mentes más cerradas parecían producirles urticaria: La unidad de la especie humana, la educación de la mujer, la necesidad de casas baratas y dignas,…Y con el nacimiento de la Revista del Ateneo, aun se pudo extender más el acceso al conocimiento de las artes y las ciencias, única manera de conseguir la mejora de la sociedad según su opinión.

Aún seguía en esas meditaciones cuando llegó a su casa. Con una sonrisa la doncella le indicó que su esposa estaba en el saloncito con los niños. Lo hubiera averiguado él mismo siguiendo el sonido alborozado de sus risas. La puerta estaba entreabierta y se detuvo para disfrutar de la escena.

Justina sostenía entre sus piernas a la pequeña Amparo, Josefa sentada en el taburete frente al piano de pared intentaba recomponer la postura para reiniciar la melodía que las risas habían interrumpido. José tenía un libro entre las manos pero no parecía hacer nada por contener las carcajadas y Carlos le animaba a serenarse y continuar sin demasiado convencimiento.

Se sintió el hombre más dichoso de la tierra, solía ocurrirle. Justina Mezquiriz era su esposa desde 1854; cada vez que la miraba seguía sintiéndose tan enamorado como el primer día que la vio. Hijastra del gran médico Fullá, era una mujer inteligente y hermosa que inexplicablemente, según solía decir él, había aceptado compartir su vida con él. Quizás lo decía por que le encantaba ver aun el brillo del amor en sus ojos cuando le rebatía. Es cierto que había sido un hombre atractivo, pero cuando ella le hablaba del pícaro destello verde de sus ojos, de su porte elegante o de su charla interesante y divertida era cuando se sentía realmente apuesto.

Quién hubiera dicho que aquel muchacho nacido en Córdoba en 1824, tan aplicado en los estudios, que se inclinó por la medicina, aunque también compaginó estudios de botánica y agricultura, y que parecía dirigirse a una carrera como médico militar acabaría en la ciudad de Vitoria convertido en un vitoriano más.

Nada más obtener la licencia del ejército obtuvo la plaza de Cirujano titular y al año siguiente se casó, luego entró en la Junta de Sanidad, de Estadística, de Instrucción Pública, en Academias de Ciencias y Sociedades Médicas,..

Presidente del Ateneo desde su fundación hasta su muerte en 1876. Pero sobre todo un ciudadano querido y respetado: “El buen ciudadano, el hombre de ciencia, el amigo cariñoso, el sabio infatigable Gerónimo Roure. (…) No era Roure uno de esos caracteres secos y atrabiliarios, de mirada tétrica y palabra ampulosa y magistral, era, por el contrario, jovial y afable; su conversación amena se resentía de cierto tonillo de broma que, unido a los chistes y agudezas que naturalmente brotaban de sus labios como buen ingenio andaluz, animaba al más abatido y hacia renacer la esperanza del más desesperado” Fermín Herrán, Discurso inaugural del Ateneo, 1877.

Sus restos reposan en el Cementerio de Santa Isabel de Vitoria, en la Calle San Vicente número 48, junto a su esposa Justina y su hijo Carlos, eminente médico, José fue enterrado en Madrid, fue escritor y periodista, redactor y articulista, director de la revista Gideón,y autor de cuentos y comedias, sus hijas se casaron y trasmitieron su amor por la ciencia y el arte, sus descendientes siguieron y siguen dando prueba de ello… pero eso ya es otra historia.

Artículo publicado en marzo de 2020.