Isabel Urquiola: viajera africana y esposa de Manuel Iradier Bulfy
Isabel Urquiola fue la esposa de Manuel Iradier y le acompañó a África en sus viajes
Isabel Urquiola Estala (Vitoria-Gasteiz 1854-1911 Valsain, Segovia) fue esposa de Manuel Iradier Bulfy (Vitoria-Gasteiz 1854-1911 Valsain, Segovia) y viajera por África.
A pesar de que la figura de Manuel Iradier no ha alcanzado la fama que merece, son muchas las páginas y homenajes dedicados a su vida y su hazaña. Por eso, a través de este relato que toma la forma de una ficticia carta de Isabel Urquiola he querido dar voz a una de aquellas quienes, parafraseando a Cristina Morató, fueron reinas de África, las primeras europeas en pisar ese continente.
Valsain, 25 de agosto de 1911.
Querida amiga:
Hace seis días que murió Manuel y siento que, muy pronto, le seguiré. Le acompañaré otra vez en un incierto viaje de descubrimiento. A pesar de todas nuestras desgracias y desencuentros sé que nuestros destinos están unidos. Nacimos con un par de días de diferencia y nuestras muertes sucederán de la misma manera.
Me miro en el espejo y no me reconozco en esa mujer envejecida de gesto amargo. ¿Dónde está aquella niña que soñaba con tierras lejanas y aventuras maravillosas? Sepultada en años de decepciones. Pero aún la siento dentro de mí, debajo de escombros de sueños rotos.
Quizás tú aún me recuerdes ayudando a mi padre Domingo en la panadería, siempre deseando escapar para acompañar a Esteban, mi hermano mayor, en sus paseos. Mil regañinas no hicieron que perdiera las ganas de ver mundo. Creo que envidiaba a mi hermano, no me interpretes mal, sabes que le adoraba. Pero a él se le permitió estudiar, es más se le empujó a ello, yo también lo deseaba… al menos tuve una primera formación y luego están los libros… y Manuel. Él no me consideraba una estúpida por ser mujer, me enseñó a leer los mapas, los instrumentos, a hacer observaciones con rigor científico, botánica, geografía,…
Supongo que para mi hermano no era más que una chiquilla traviesa, lo mismo que mi hermana Juliana. Por eso muchas veces nos dejaba acompañarle e incluso nos disculpaba delante de nuestros padres. Nunca pensó que nos animaba a mayores aventuras, eran excursiones inocentes, normalmente capitaneadas por su amigo Manuel. Quizás cuando partimos hacia África se arrepintió de ello.
Al principio Manuel no me pareció nada extraordinario, un muchacho flacucho y un tanto enfermizo. Incluso me resulto extraño que incluso los chicos mayores le permitieran liderar aquellos paseos. Hicieron falta muy pocos encuentros para que yo sintiera el mismo hechizo. No sé si era la luz que brillaba en sus ojos o la pasión en su discurso, pero cuando hablaba de viajes a tierras extrañas, de los descubrimientos y aventuras parecía crecer hasta convertirse en un gigante heroico. Empecé a frecuentar las reuniones de La Exploradora, la sociedad que él había fundado para la exploración y civilización de África. Allí, escuchando a Manuel, me parecía estar en aquellos paisajes extraños y magníficos, veía las fieras y la enorme vegetación, descubría tribus y costumbres nuevas, se me llenaban los ojos de aventuras.
La muerte de mi madre, Sebastiana, en marzo de 1869 y el matrimonio de mi padre nueve meses después me dejo una gran sensación de desamparo. Eugenia Ynchausti Estala se convirtió en mi madrastra, entre mi padre y ella había una diferencia de edad de 24 años, nunca nos llevamos bien. Con el tiempo aportaría cinco hijos a la unidad familiar.
El 14 de noviembre de 1874 nos casamos en la Iglesia de San Pedro. Mi madrastra llevaba en brazos a su segundo hijo, de apenas cuatro meses y de la mano al primero de cuatro años y parecía satisfecha. Mi padre me llevó al altar con expresión adusta. No le gustaba mucho mi elección, consideraba a Manuel un soñador sin futuro. Pero no creo que le disgustase la idea de tener una boca menos que alimentar.
Respecto a mis hermanos… puedes imaginarlo. A Esteban le agradaba que me casase con su amigo Manuel, pero en cuanto le informé de que no estaba dispuesta a quedarme esperando su regreso de tierras africanas y que estaba decidida a acompañarle puso el grito en el cielo. Y fue peor cuando Juliana decidió partir con nosotros. Incluso la pequeña Manuela, con sus 14 años recién cumplidos, aportó argumentos contra nuestra decisión. Pero nada nos haría cambiar, daban igual las incomodidades o peligros con los que nos amenazaran, estábamos seguras del éxito.
Supongo que tú, como muchos otros, pensasteis que era el amor incondicional a mi esposo o mi deseo de cuidarle lo que me empujó a seguirle en este viaje. No te negaré que le amaba,… aunque ahora después de estos años amargos no estoy tan segura de que fuera así. ¿Le amaba a él o a la promesa de aventuras? Seguramente ambas cosas.
Si cierro los ojos y olvido el dolor, se me llena otra vez el pecho con aquella alegría pueril que sentí el 16 de diciembre de 1874 al salir de Vitoria rumbo a África. Nuestro equipaje era liviano, pero lleno de los útiles necesarios para nuestra empresa: libros, mapas, anzuelos, fusiles, municiones, instrumentos científicos,… incluso fruslerías para regalar a los nativos. Reducimos nuestro vestuario a lo mínimo y nos dispusimos a prescindir de todas las comodidades del mundo civilizado. Desde el puerto de Cádiz tomamos un vapor para las islas Canarias, llegamos el 13 de enero de 1875 y permanecimos unos meses adaptándonos al clima africano.
Y te puedo asegurar que no fue fácil, nosotros acostumbrados a la frescura de nuestra tierra… las enaguas y volantes pesaban como piedras y pronto abandonamos el uso del corsé en nuestras excursiones. Probamos los instrumentos y Manuel nos instruyó en su uso con tal arte que pronto los dominamos incluso mejor que él. Por fin el 25 de abril embarcamos en el vapor Loanda con destino a Guinea Ecuatorial. La cámara era diminuta, abarrotada de literas y otros muebles, por ella se paseaban las cucarachas, en resumen, el viaje fue un infierno. Pero cuando divisamos las costas de África, amiga mía, eso es imposible de describir. Ni todas las fatigas y dolores pueden hacerme olvidar aquel momento, un continente salvaje, lleno de misterios y maravillas, se presentaba ante nosotros. Sé que Manuel temía por nosotras, incluso se arrepentía de habernos permitido acompañarle… ¡Como si alguien hubiera podido privarme de aquel momento!
Cuando nos dejó en aquella pequeña isla de Elobey para emprender la exploración de las costas acabábamos de tener nuestra primera gran discusión. Estaba decidida a acompañarle. A pesar de su insistencia en evitarme más peligros y de lo útiles que serían nuestras observaciones climáticas solo la promesa de hacerlo la próxima vez y el estado de agotamiento de mi querida Juliana me hicieron aceptar aguardarle allí.
El lugar era bastante deprimente y aquella especie de arca sostenida por postes distaba mucho de ser cómoda y aun salubre. Hicimos lo posible por hacerlo habitable. Durante la primera ausencia de Manuel nos centramos con energía en nuestra labor de recoger datos con los diferentes instrumentos que habíamos traído. En un principio estábamos llenas de una euforia extraña, nos sentíamos pioneras, descubridoras.
El calor, la falta de víveres, los mosquitos, las fiebres, la incertidumbre por la suerte de Manuel,… al final nos fuimos aferrando a las mediciones y observaciones como una rutina que nos impedía pensar, preguntarnos que hacíamos allí aparte de sobrevivir.
Teníamos también nuestros buenos momentos. A veces la visita de Combeyamango, rey de Corisco, que nos traía a menudo bananas y pescado, o de algún comerciante europeo, otras veces un pequeño descubrimiento de un animal o planta extraño, o simplemente una variación significativa en los datos que implicaba alguna conclusión, contemplar desde la galería las mágicas puestas de sol… pero en general los días transcurrían en una letanía de incomodidades, rigores y fiebres. Las llegadas de Manuel suponían más alivio por saberle vivo que sana alegría. Volvía enfermo, agotado y famélico, pero volvía.
Ya no insistía yo en acompañarle, ya no me sentía llena de fuerza y esperanza. También no quería arriesgar la vida de la hija que crecía en mi interior, Isabela. Escribo su nombre y mi mano tiembla, el dolor sigue siendo tan intenso como aquel 28 de noviembre de 1876. De nada sirvió que nos trasladáramos a Fernando Poo, las fiebres nos consumieron y mi pequeña yace debajo de un caobo en aquella tierra. Durante unos meses permanecí allí, dando clases a niñas, que con su sola presencia no hacían más que recordarme mi pérdida, y viendo a mi marido convertido en un espectro que me abandonaba constantemente para llorar en sus paseos a nuestra pequeña.
Me fui. En Santa Cruz nació mi hija Amalia y Manuel me siguió, volvimos a nuestra tierra en diciembre de 1877, rotos. Nadie nos recibió en la estación, no hubo felicitaciones ni medallas…. la recompensa fueron años de penurias económicas, secuelas de las fiebres y un esposo deprimido obsesionado con volver a África. Era lo único que le hacía levantarse por la mañana y soñar por la noche, aquel continente salvaje que nos robó la salud, los sueños y a nuestra hija. Lo consiguió en 1884, naturalmente yo no le acompañé.
Manuel era un hombre inteligente pero su capacidad para los negocios resultó escasa o nula, y aquel nuevo viaje no nos aportó nada positivo más allá de un efímero reconocimiento. No salíamos de las estrecheces. Mi padre no podía o no quería ayudarme, Esteban había muerto al año de que regresáramos.
En 1888 nació mi hijo Manuel, un niño enfermizo que como mi pobre hija Amalia sufría la triste herencia de las fiebres y enfermedades padecidas por sus padres. Amalia, otra vez un latigazo helado hace que me tiemble la mano. Yo sabía que sufría, los dolores eran terribles, pensé que su casamiento… no sé qué esperaba. Unos días antes de su boda saltó o se cayó por el balcón… presa de uno de sus horribles dolores de cabeza. En la partida de defunción, como causa de la muerte, el médico escribió: pulmonía, y mi hija recibió cristiana sepultura en el cementerio de Santa Isabel de Vitoria. Estaba hundida.
Nos mudamos. Y volvimos a mudarnos. A esas alturas Manuel y yo dormíamos separados y apenas nos hablábamos. Yo sabía de su relación con Petra, la muchacha que había llegado a nuestro hogar como ama de cría de Manuel y luego se convirtió en “su ayudante”. Supongo que Manuel pensaba que era discreto en aquellos amoríos con esa aldeana navarra… no sé si me entristecía más su relación o que me imaginase tan estúpida. Petra vino con nosotros a Bilbao, a Sevilla, a Madrid, a Segovia… a cuantos lugares nos llevaron los deficientes empleos de mi esposo y yo seguí fingiendo que no me dolía su traición.
Ni siquiera mi hijo veía mi dolor, me describía como amarga, poco femenina, nada cariñosa con su padre… yo que le acompañé al fin del mundo. Pero ¿qué iba a pensar él?, su padre se empeñó en educarle él mismo, ajeno a cualquier escuela o instituto. A menudo pienso que nunca debí permitirlo, que debía haber insistido más, sin amigos y compañeros, idolatrando la figura de su padre, con un programa de estudios sin supervisión, sin una titulación acreditada… pero ya está hecho. En qué clase de hombre le convertirá este desatino es algo que yo no llegaré a ver.
En fin, querida amiga, no voy a alargar más esta misiva que aunque llena de desgracias aún conserva algo de la emoción que la luz de África despertó en mí.
Isabel Urquiola Estala.
Artículo publicado por primera vez el 13 de noviembre de 2019.